La añoranza por el tiempo pasado
- Por: Cristóbal Nicolás Ledesma Salas
- 21 feb 2017
- 3 Min. de lectura

En esta larga trayectoria en el mundo del Periodismo Deportivo vi crecer, personal y futbolísticamente, a jugadores que procedían de distintos estratos sociales, algunos con demasiadas carencias, que llegaban a los clubes no precisamente en busca de lo estrictamente económico sino como un convencimiento grupal –de amigos- por descubrir algo nuevo o porque los padres se rendían a seguir con la lucha por la formación porque “nda che pu´akavéima hese”.
Los jovencitos llegaban a los clubes y lo primero que “aprendían” era la responsabilidad; llegar a hora era no negociable, sentirse avergonzado ante los compañeros que ya estaban en el vestuario era un castigo de superior fuerza que la que podía dictaminar el profesor (técnico).
Así ya vimos llegar a Cerro Porteño a Hugo Talavera en los fantásticos primeros años del 70, más tarde a Justo Jacquet, Pedro Osvaldo García, César Zavala, Roberto Cabañas, Carlos Gamarra, “Chiqui” Arce, Julio Enciso. En Olimpia a Rogelio Delgado, Jorge Guasch, tenemos leve idea de la figura de Benicio Ferreira en los vestidores, Luis Torres; en Nacional a Roberto Acuña; en Sol a José Alfonso y tantos otros que hicieron una vida en sus clubes. Estar cinco, siete años en un club no era novedad.
Uno percibía la responsabilidad en grado familiar existente en esos grupos y un respeto tácito hacia el más antiguo, el mayor en edad o el capitán del equipo. Mirar a uno de ellos era aprender sin necesidad de palabra alguna. Los que hacíamos de cronistas en los días de práctica entrábamos en ese “régimen” sin que nadie nos haya propuesto. Éramos como los primos lejanos que llegábamos de vez en cuando a visitar a los parientes y hasta nos sentíamos parte del resultado de un buen trabajo; salíamos golpeados si el profesor reprochaba (hoy se dice put…) con dureza por una mala tarea.
Y fuimos testigos de “put… jefes” de Don Carlos Arce, de Luis Cubilla, de Ramón Rodríguez (aunque con mayor finura), de Carpeggiani, de Silvio Parodi, de Gerardo González y tantos otros, que nos erizaban la piel. Los jugadores aprendían de verdad, y no solo fútbol, sino conducta.
Hoy, el “mundo celularizado” nos mete en un vestuario inconexo, mecanizado, fingido, hipócrita, de visitante ocasionales, salvo raras excepciones. Ganar plata y estar pendiente de una transferencia pesan mucho más que los colores de la camiseta que se defiende.
Estar pendiente de la llamada de algún familiar para que el jugador consiga una entrada para el fin de semana; de la novia que quedó con ganas de ser acompañada a un cumpleaños para exhibir a su novio futbolista, truncadas por la concentración; de un pariente que necesita dinero; y otras perturbaciones, hacen que el futbolista de hoy ni sepa el nombre del compañero en cancha. Terminan las prácticas y la ducha dura 30 segundos para que el jugador ya esté en la calle acelerando para cumplir estas demandas. Y ni hablar después de los partidos.
Antes también se ganaban, empataban o perdían partidos, pero el rendimiento era más uniforme (de un juego a otro), existían menos perturbaciones.
Hoy, la visita de esos “primos lejanos” hasta es mal vista y frenada por medidas restrictivas que ni mejora ni empeora el rendimiento del jugador.
Parejas ocasionales, que duran menos de lo que canta un gallo, casamientos sin sustento emocional, presión o extrema dependencia familiar, conflictos de pareja que se magnifican por la inmediatez de la comunicación y otros factores, conspiran con la buena concentración del jugador, de sus relaciones laborales y, consecuentemente, del rendimiento.
Hoy no tengo dudas de que: todo tiempo pasado, fue mejor.
Fuente: www.lanacion.com.py/