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Esas muertes que no pesan políticamente

  • Foto del escritor: R Itape
    R Itape
  • 31 may 2017
  • 2 Min. de lectura

La niña se escapa de la custodia de la madre, se interna en la ave­nida y es atropellada por una furgoneta. Está “grave pero esta­ble”. Su vida está reducida a un soplo que puede volar en cual­quier dirección. Madre e hija mueren bajo las ruedas de un auto conducido por un chofer borracho. Motociclista es embestido por un pickup que lo arrastra 400 metros antes de que el conductor alcoholizado se dé cuenta de lo que ha hecho. Estudiante intenta cruzar apurado una avenida y acaba aplastado por un ómnibus.


Podríamos seguir hasta el infinito contando historias como és­tas. Historias que están hechas de dolor, tragedia, imprudencia criminal, ignorancia de las reglas de tránsito, incomprensión de los peligros que acechan en cada cruce de calles, en cada tramo de asfalto ciudadano o de ruta nacional. Lo siniestro de todo esto es como que la sociedad, todos nosotros, vemos transcurrir este in­terminable rosario de espantos, este encadenamiento al infinito de dramas humanos, sin que hagamos nada al respecto.


Nos pa­recemos a esos rebaños de ñúes que pueblan la prodigiosa reser­va del Serengeti africano y que pastan apaciblemente sin pres­tar atención a las manadas de depredadores que, regularmente, harán sus incursiones para cobrar su diezmo alimenticio. Somos una sociedad in­dolente y ciega, que acepta silen­ciosa la alícuota diaria de muertes como si fuera una ley del orden na­tural e inamovi­ble. ¿Qué tiene que pasar para que nos sacudamos esta modorra y digamos basta a esta barba­rie desatada en las calles?


Las estadísticas de la muerte sir­ven, pero no deben anestesiarnos. Son apenas una herra­mienta, no un es­tado contable para actualizar cada comienzo de año. De todas maneras, son útiles para radiografiar el tamaño del desastre. En 2004, según docu­menta el Ministerio de Salud Pública, murieron en eventos del tránsito 520 personas. Once años más tarde, esa cifra se había duplicado: 1.121 personas tuvieron como destino el cemente­rio tras morir de alguna forma en la calle o en la ruta. ¿Se en­tendió verdad? Se duplicó la cantidad de muertos.


En cualquier guerra, semejante recuento de bajas le costaría el cargo a más de un comandante en jefe. En la conducción política de un país eso no sólo no cobra réditos sino que sencillamente no importa. Ni intendentes, ni gobernadores, ni ministros ni mucho menos el Presidente de la República se interesan por armar un gabinete de emergencia y elaborar una política de abordaje de esta gran tragedia nacional.


Seguimos teniendo policías de tránsito que trabajan de 07.00 a 13.00 de lunes a viernes (si no llueve) y que en las horas pico de la tarde, las del tumultuoso “regreso a casa”, desaparecen como si el tránsito se acabara después del almuerzo. Sábados y domingos, ni hablar. La PMT no está para velar por el tránsito sino para el asadito con cerveza. Esto se llama indife­rencia criminal, pagada con media docena diaria de tragedias en donde las vidas segadas en un instante, la convalecencia costosa y la invalidez permanente son las reinas de la vía pública. Como en el Serengeti africano: la muerte ronda a nuestro alrededor y ni le prestamos atención. Macabro.


Fuente: www.5dias.com.py/


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