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Nada que festejar

  • Foto del escritor: R Itape
    R Itape
  • 20 jun 2017
  • 5 Min. de lectura


Hace 25 años, una Convención Nacional Constituyente, reunida en representación del pueblo paraguayo, sancionaba la actual Constitución Nacional. Un cuarto de siglo ha vivido ya nuestro país con una herramienta jurídica dictada con la expresa intención de establecer la democracia en la República del Paraguay, después de 53 años de sucesivos regímenes omnímodos, autoritarios, de partido único, sin comicios libres o con elecciones fraudulentas. Como resultado, puede afirmarse, hoy en día, que nuestra Constitución tiene muchos más puntos positivos que negativos; estos últimos se reducen a grietas jurídicas, fallas institucionales que, en determinados casos, no podían haber sido previstas en aquel momento. De cualquier manera, se convirtieron en rendijas por las que pudieron infiltrarse las maniobras malintencionadas y oportunistas. Hay una realidad evidente: si la Constitución paraguaya tuviese que regir en cualquiera de los países más civilizados del mundo actual, funcionaría de maravillas; Y, a la inversa, si adoptáramos la que fuese considerada la mejor Constitución del mundo, muy pronto nuestros gobernantes y políticos convertirían su aplicación concreta en una práctica desastrosa. Es el elemento humano el que nos falla en el Paraguay.

Hace 25 años, una Convención Nacional Constituyente, reunida en representación del pueblo paraguayo, sancionaba y promulgaba la actual Constitución Nacional. Un cuarto de siglo ha vivido ya nuestro país con una herramienta jurídica dictada con la expresa intención de establecer la democracia en la República del Paraguay, después de 53 años de sucesivos regímenes omnímodos, autoritarios, de partido único, sin comicios libres o con elecciones fraudulentas.


Fue dictada apenas dos años y medio después del derrocamiento del tirano Stroessner. Con un Partido Colorado que todavía no había dejado el stronismo atrás, con funcionarios y dirigentes de la época de la dictadura que todavía permanecían activos, era de esperar que el resultado de aquella Convención no fuera sino una prolongación de lo que ya había. Afortunadamente, no fue así.


La intención de los convencionales constituyentes del 92 era la mejor, sin duda, aunque muchos de ellos carecían de la experiencia indispensable para prever cómo funcionarían las nuevas instituciones y los procedimientos que introdujeron, sin experiencia alguna en materia de definición y construcción de la democracia deseada.


Como resultado, puede afirmarse, hoy en día, que nuestra Constitución tiene muchos más puntos positivos que negativos; estos últimos se reducen a grietas jurídicas, fallas institucionales que, en determinados casos, no podían haber sido previstas en aquel momento. De cualquier manera, se convirtieron en rendijas por las que pudieron infiltrarse las maniobras malintencionadas y oportunistas.


Lo que dejó bien demostrada esta experiencia de veinticinco años de vigencia de una Carta Magna democrática es que, en el Paraguay, de nada valdría siquiera una Constitución cuasiperfecta si la tuviesen que aplicar los políticos que tuvimos y tenemos durante este lapso. Hay una realidad evidente: si la Constitución paraguaya tuviese que regir en cualquiera de los países más civilizados del mundo actual, funcionaría de maravillas; y, a la inversa, si adoptáramos la que fuese considerada la mejor Constitución del mundo, muy pronto nuestros gobernadores, legisladores, los miembros del Poder Judicial y de los organismos extrapoder, nuestros políticos y dirigentes más ambiciosos, convertirían su aplicación concreta en una práctica desastrosa.


La inferencia surge espontáneamente: no basta tener una buena ley suprema si no se tienen las personas suficientemente preparadas, honestas y patrióticas para hacerla regir adecuadamente. Es el elemento humano el que nos falla en el Paraguay. Son los jueces, los magistrados y los agentes fiscales, personas directamente afectadas a la vigilancia de su cumplimiento y a la sanción de su inobservancia, las que convalidan las peores violaciones a la Constitución. Son los funcionarios del Estado y las autoridades encargadas de los controles administrativos los que buscan los huecos por donde se pueden burlar mejor las disposiciones constitucionales. Son los políticos y dirigentes quienes, cuando les conviene, invocan la Constitución como si fuese un documento sagrado, cuando no la rebajan al nivel de instrumento inepto o errado cuya aplicación no les interesa.


¿Necesitamos una nueva Constitución, tal como se proclama en muchos estrados, discursos y documentos? La verdad es que, mientras estemos gobernados por la misma calaña moral e intelectual de personas que ahora, ninguna Constitución nueva serviría de mucho. Tan pronto esté sancionada, comenzarían a buscarle las lagunas –que de seguro las hallarán– para ajustarla a sus intereses en cada coyuntura política.


Por otra parte, numerosas opiniones favorables a convocar una nueva Convención Constituyente no tienen más intención que aprovechar esa oportunidad para introducir ventajas para su partido, su movimiento o su persona concreta. Por de pronto, el tema de la reelección presidencial es la que más motiva a nuestros políticos, como si allí radicara el núcleo de los principales problemas de nuestro país.


Es preciso sacar lecciones históricas de los éxitos y los fracasos, estudiar mejor los procesos que se dan a través del tiempo y tener la imaginación y creatividad suficientes para prever el futuro inmediato, a fin de diseñar la Constitución que corrija errores, rellene lagunas y esté preparada para los cambios próximos. ¿Tenemos, en este momento, los políticos dotados de las virtudes anteriormente citadas para encomendarles semejante tarea? Está claro que la mayoría de ellos no son aptos y, por tanto, qué sentido tiene convocar a una nueva asamblea constituyente para que se llene de convencionales que no serían otros que los actuales senadores, diputados, gobernadores y funcionarios de origen y obediencia partidaria. Para nosotros, este es el principal inconveniente y peligro para una nueva Constitución, la consideramos irrelevante para la realidad actual del país.


Una nueva Constitución redactada por estos políticos no solamente no superaría las deficiencias de la actual Carta Magna, sino que la empeoraría. Recuérdese que la misma experiencia se padeció hace medio siglo, en ocasión de redactarse la Constitución de 1967, la que sirvió para extenderle por diez años un diploma de seudodemocracia a la dictadura de Stroessner, un peldaño para que, una década después, mediante otra asamblea similar unipartidaria, se le declarara gobernante vitalicio de facto.


El recientemente fallido intento de enmendar la Constitución para introducir la figura de la reelección presidencial no tuvo más finalidad que satisfacer la ambición inescrupulosa y desmedida de dos personas que se emborracharon con el poder y perdieron de vista los límites de la prudencia. Con esta experiencia, es muy fácil imaginar lo que podrían conseguir Horacio Cartes, Fernando Lugo y sus actuales cómplices del “llanismo” liberal si tuviesen la oportunidad de instalar y manejar una asamblea constituyente. ¿Qué clase de ley fundamental saldría de esa siniestra alianza coyuntural y transitoria de intereses espurios?


Estamos en duda acerca de si el aniversario 25 de la sanción de nuestra actual Constitución debe ser celebrado o no. Si cabe recordarla como un esfuerzo por superar el autoritarismo autocrático e introducir la democracia, sí merece un recuerdo agradecido. Si miramos hacia lo que se hizo con ella, cuántas veces fue violentada e ignorada, y cómo lo está siendo en este mismo momento en las Cámaras del Congreso con motivo de la suplantación de sus representantes ante el Consejo de la Magistratura y el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, entonces no hay nada que festejar.


Los delincuentes que nuevamente hoy están empeñados en tratar de modificar la Constitución para satisfacer sus ansias de poder, bien harían en renunciar a su intento y dedicarse a trabajar por el país, que para eso les votaron y les pagan los ciudadanos y las ciudadanas.


Fuente: www.abc.com.py/


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